El reloj de enfrente marca las 08:00 AM.
Sin querer veo como uno de los inmensos croissants me mira y, lo peor de todo, se me acerca.
Sólo llevo un café en el cuerpo- absolutamente necesario para luchar contra el cansancio y no caerme de la bici - y sin embargo me da la sensación de que tiene más ganas de desayunar(me) él que yo.
- Hola, llevo rato mirándote y me gustaría tomarme una copa contigo- balbucea en un español tan memorizado como afrancesado.
A lo que yo, medio estrábica, pienso-pasando primero la mirada por sus brazos de esteroides que no pueden acercarse más a su propio cuerpo- que si es cierto que lleva rato mirándome, se habrá dado cuenta de que llevo treinta y dos minutos sobre la cinta de correr y que tengo problemas para respirar y que tal vez, pero sólo tal vez, no sea el mejor momento para mantener una conversación.
Voy en bambas. Visto un pantalón de deporte. Corto. De chico. Una camiseta talla L de propaganda. Sin maquillar. Me tropiezo con mis propias ojeras. Llevo un moño mareado y, por si alguien lo dudaba, sudo. Apuesto a que ahora soy la cosa menos sexy de todo París.
No le contesto por miedo a que al hacerlo, ahogada, se me escape el corazón por la boca y nos encontremos con un tremendísimo malentendido.
Visto lo visto, el sábado noche cuando salga a cenar, repito este mismo look. Mucho más cómodo, oiga. Al cuerno con los tacones de vértigo y el rouge rojo-puñetazo.