El reloj de enfrente marca las 08:00 AM.
Sin querer veo como uno de los inmensos croissants me mira y, lo peor de todo, se me acerca.
Sólo llevo un café en el cuerpo- absolutamente necesario para luchar contra el cansancio y no caerme de la bici - y sin embargo me da la sensación de que tiene más ganas de desayunar(me) él que yo.
- Hola, llevo rato mirándote y me gustaría tomarme una copa contigo- balbucea en un español tan memorizado como afrancesado.
A lo que yo, medio estrábica, pienso-pasando primero la mirada por sus brazos de esteroides que no pueden acercarse más a su propio cuerpo- que si es cierto que lleva rato mirándome, se habrá dado cuenta de que llevo treinta y dos minutos sobre la cinta de correr y que tengo problemas para respirar y que tal vez, pero sólo tal vez, no sea el mejor momento para mantener una conversación.
Voy en bambas. Visto un pantalón de deporte. Corto. De chico. Una camiseta talla L de propaganda. Sin maquillar. Me tropiezo con mis propias ojeras. Llevo un moño mareado y, por si alguien lo dudaba, sudo. Apuesto a que ahora soy la cosa menos sexy de todo París.
No le contesto por miedo a que al hacerlo, ahogada, se me escape el corazón por la boca y nos encontremos con un tremendísimo malentendido.
Visto lo visto, el sábado noche cuando salga a cenar, repito este mismo look. Mucho más cómodo, oiga. Al cuerno con los tacones de vértigo y el rouge rojo-puñetazo.
Mi firma es una ese mareada. Una ese de
carretera de alta montaña.
La ese de mis dos apellidos refleja lo que soy y de dónde vengo. El garabato
que la ronda y subraya supongo, es obra de mi inconsciente. O todo lo contrario, desvela la manera
consciente en la que decido cómo vivirla. La ese, lo que soy: pa’llá, pa’cá.
Y finaliza-mi firma- con un punto.
¡Y
ese punto consta hoy en un contrato laboral! Estoque, pero no puntilla, porque no será el
último, lo aseguro. Punto que sella mi
firma aquí y me asegura un futuro
inmediato, apartando piedras. Un punto
enanito, enanito…
Enanito, como el que siempre llega
trocando lo sucio en oro, como el de la canción que adjunto. Ese que nunca me abandona… Creo que vela por mí, siempre
acompaña de la mano a mi araña. Ella tejiendo y él reparando. Brilla tanto que
a veces incluso lo confunden con una estrella. No señala
el norte… pero sí el porvenir.
Así que aplaudo. El pato, la araña, el
enanito y yo nos volcamos en un saint-honoré
para celebrarlo. Entre risas me felicitan y brindamos con fresas.
Mi yo parisino, el pato y la araña, convocados en la sala de reuniones. Tema a tratar: balance mes I en la ciudad de las luces. Acta de reunión: Luces, pocas. O como mínimo tamizadas. Sigamos: El pato corre decapitado por la sala de un restaurante italiano. De momento le basta pero se plantea un cambio inminente. No se entera en francés. Nada de estabilidad y demasiadas horas. Oiga, a falta de pan buenas son tortas, pero quiere más. El pato sólo puede pelear. Antes de que lo pelen, ffffua. Y lo hagan foie.
La araña esperanzada anda enredándose en su propia tela. El pato la entiende, con dos patas ya se lía el muy patoso, cómo no hacerlo con ocho. Ella sigue tejiendo, en busca del sueño. Que es lo que tiene que hacer, sólo puede soñar. La yo parisina, en vestidos y leggins, con sonrisa dibujada y ojos de gata shrekianos como únicas herramientas para ser aceptada en cualquier ámbito, clausura la breve reunión: Todo marcha en popa y a toda vela. Le basta con eso: pasaporte para un sueño por el que luchar. Es mi vida, no quiero cambiar, concluye. A sus puestos entonces: Bailemos.
Acepto
que te aturda mi diarrea verbal. Acepto que te aturda mi realidad. No la
comprendes porque yo tampoco lo consigo. Que no me encasilles en un modelo de
persona, yo tampoco sé hacerlo. Que te aturda mi pasado, sin saber ponerle un
adjetivo, tal vez poco común.
Pero no te puede aturdir mi concepción sobre las relaciones sentimentales, como
tú dices.
Es tan
sencillo que no puede resultar complejo:
Si me enamoro, me atan. Y tal vez mi condición no me lo permita. Hay quien lo
llamará miedo, algunos me mirarán con lástima por no saber querer. Sí, sé
querer. Tanto que no quiero volver a hacerlo. No me convence, creo que el amor
está sobrevalorado, por muy gregario que sea el ser humano. Sólo querré estar
con alguien cuando alguna persona me haga pensar que yo seré más feliz de lo
que soy ahora conmigo. No le cierro las puertas al amor-ya no-, pero aún no me
ha apetecido.
Te aturde la contrariedad de mi optimismo atado
a la esperanza verde bajo esa faceta fría en la que abrigo los temas del corazón.
Te lo dije, llevo la esperanza tatuada. Una araña la simboliza- culpa de Ángel
González y del primer muchacho que me hizo temblar el piso-. Pero esa araña
lleva la forma de una viuda negra, también.
Le
pongo a él una cruz en la frente y me entretengo buscándolo, jugando, tejiendo la
tela de araña en la que acabará siendo preso. Porque disfruto más en el
cortejo que en el premio.
Y nunca
miento. Las cartas sobre la mesa. Una es esclava de sus palabras y dueña de su
silencio.
Y nunca
duermo con él. Me marcho como vine y
“cuídate”, es mi despedida.
Si
ellos quieren amor, que no cuenten conmigo. Y que abran luego la ventana, yo
me marcho. De puntillas, volando raso.
Desciendo
desde la calle hasta el metro como si lo hiciera hasta el centro de la tierra. Y
me subo en el vagón. Viejo. Serpenteando
logro sentarme en uno de los asientos de tela roída. De vez en cuando la luz se
apaga y no me deja leer El Tango de La
guardia vieja, que es el libro que estos días me acompaña.
Aunque
las luces estén encendidas, sigue siendo oscuro. El vaivén del metro es
excesivo. Hasta estando sentada tienes que apoyar los dos pies en el suelo para
no irte de un lado a otro y golpearte con la persona que tienes al lado.
Detrás de
mí un señor habla en un francés que no entiendo. Así que no lo escucho y sigo
leyendo.
En la
estación “Chevaleret” asciende el
metro de las profundidades y en cuanto entra la luz por las ventanas, el
señor que no entendía en francés arranca con su guitarra a cantar en un inglés
que tampoco me es fácil comprender. “Don’t
think twice, it’s all right”.
Sonrío.
Todo está bien. Levanto la mirada del libro. Y es que me encuentro bien.
Presto
atención a la canción que no conozco y recuerdo a una frase que me dijeron
ayer: “Dicen que no hace falta ser invisible para
desaparecer...con tener un destino es suficiente”.
Intento
seguir con la lectura, los ojos en el libro. Pero los oídos se van a la boca del señor
mientras mi cabeza se arroja por la tarraja de su guitarra.
" I give her my heart but she wanted my soul"
Y vuelvo a sonreír mientras aparecen rostros que a fuerza de haberme buscado destinos he ido haciendo desaparecer.
Sé algo
de lenguaje no verbal, claro. Soy psicóloga. Pero eso no significa que sepa
controlar el mío. O como mínimo, no tanto cuanto me gustaría. Por ejemplo, me
sonrojo sólo con que me mires- y esto no juega a mi favor-.
Me dibujo
una trenza al lado izquierdo de la cara y me peino las pestañas intentando
estirarlas cuanto puedo. Agarro un puñado de currículos y me dispongo a
repartirlos en busca de la suerte. Y de un trabajo.
“Bon jour, je m’appelle…” y quien me
escucha- o intenta entenderme- ya está sonriendo.
Por dentro
me cago en sus muertos, pero sigo: “je
suis espagnole et…”
La cara
de niña buena siempre me ha dado buen resultado. Lo hago sin querer. Noto como
se me frunce el ceño, se me agrandan los ojos y en uno de estos asoma una
lagrimilla de vergüenza.
Mi exjefa
solía decir “ ya está la gata” pues
ella aseguraba que ganaba clientes y me ahorraba broncas por poner la cara del gato con botas
de Shrek.
Mientras
sigo presentándome me recuerdo a la niña de tres años que le pide a su papá si
se puede comer un caramelo. Aunque la
verdad es que con el mío-tal vez porque me conocía demasiado- no funcionaba…
Seguiré
intentándolo. Sacando partido a esa regresión de la infancia, a ese hilillo de
voz tímido y temeroso que sale de una expresión que no controlo.
“J’habite
à Paris et j'ai besoin d’un boulot…” y si usted no tiene uno para mí, me conformo
con un caramelo. “ Merci et bonne journée”.
Me jode
que sonrían y que me contesten en inglés. La sensación de imbécil… Pero no
importa. Los caramelos de consolación, como mínimo, son dulces.
Salir a la calle con la única seguridad
de que me voy a perder. Y ese pequeño temor de que una vez perdida no tendré ni
pajolera idea de cómo preguntar ni dónde estoy ni a dónde he de llegar –claro
que esta duda existencial me persigue desde que me salieron los dientes-.
Siento París como un metro inmenso que
cuando entras en una de sus bocas, te parece un lobo, y cuando has de hacer un
trasbordo se convierte en un dragón de demasiadas cabezas.
Se me
hiela el aliento cuando veo el termómetro por debajo del 0. Un frío que me hace llorar. Y moquear. Respuesta
equivocada de mi cuerpo, porque no estoy triste-aunque sí algo resfriada- sino que
soy insultantemente feliz.
Leer boulangerie en cada esquina me
engorda la ilusión y la pituitaria.
Juego a jugar con las formas: una
pirámide de cristal, una larguísima I de hierro, Una U invertida que la llaman
arco. Muchos señores y señoras, estáticos. De piedra, de bronce, que cuando me
despisto recobran vida y andan por la aceras a mi lado y saltamos de balcón en
balcón, porque la arquitectura y la imaginación nos lo permiten.
Mientras buceo por la ciudad uno de los
patos me pregunta que qué hago aquí. Me paro y me quedo presa en su cuello
verde. Y le susurro:“pregunta aún sin respuesta” y que me permita unos cuantos
días más para darle una contestación. Y le sonrío.
Y sigo volando, patosa, llorando de frío
y sonriendo hacia una dirección que desconozco. Y esta vez no es cuestión
metafísica de hacia dónde se dirige mi yo. Sino de un
ahora inmediato y real que contrariamente a lo lógico, me llena de ganas y de
tranquilidad.
Fue
hace dos agostos. Aquellos días me dolía el corazón y La Canija me acogió en su
casita de Mallorca.
Con
pamela, crema solar y pareo nos dirigíamos a no me acuerdo qué maravillosa
playa cuando en plena caravana comenzó a sonar en la radio una entrevista a
Ángel Pavlosky.
Decía
él-en ésta-que hay personas que aparecen como ángeles y tienen un papel
concreto en tu vida. Personas que no tienen por qué ser muy buenas, o muy
perfectas, pero que, tachán, caen en un
momento determinado para tenderte una mano, para desempeñar una función
concreta y lo hacen. Y a veces no son ni conscientes del bien que hacen. Y puede incluso que, luego, desaparezcan tal
y como han entrado en tu vida, en tu espacio y en tu tiempo y no vuelvas a
saber nada más de ellas. Pero te dejan ese sentimiento de agradecimiento
inmenso, de felicidad por haberlas encontrado: ángeles.
Empecé
a pensar. Y a enumerarlos: Tengo mucha suerte. Guardo unos cuantos en mi
historia y mi recuerdo.
II
Hace
tres años apareciste, tachán, caída de la blogosfera y me guiaste durante tres
días. Vi tu ciudad a través de ti. Me empapé de ti. Mientras hablabas, mientras
bebías, yo te miraba y pensaba que quería ser como tú.
Me fui.
Y me volví a ir. Y otra vez me fui, y otra vez volví. Y en los impases siempre
me decías que viniera. Y me lo seguías diciendo mientras arreglábamos el mundo
con vino y palabras.
Me fui
y volví, y en éstas, te escribí una carta en una servilleta. Y a los dos días
tenía un pasaje rumbo a tu casa, por segunda vez.
Tú eres uno de esos ángeles. Y aunque te
empeñes en vestir de negro ( Machín tenía razón, deberían haber pintado angelitos negros), irradias una luz blanca y limpia que no ciega, guía. Y bajo
tus alas me hago un ovillo, repito muchas veces “gracias” en silencio hasta que
me quedo dormida. Y abro mucho los ojos
e intento aprender todo lo que puedo.
III
Decían en Pretty Woman:
-”Por si luego me olvido de decírtelo, esta noche me he
divertido mucho. -Gracias.”